Transporte

Asomaba su cabeza desde lo más alto de aquel edificio de ébano enclavado entre la Calle 44 y la Avenida de los Imposibles. El viento azotaba con furia sus cabellos y arrancaba jirones de saliva de su boca, que se hallaba completamente abierta en una mueca grotesca y desencajada. Solo de cerca se intuía el desgarrador alarido que profería la inmunda criatura, clamando un mínimo de piedad al universo.

Le crecían dos abominaciones directamente del costado izquierdo que luchaban encarnizadamente por brotar por completo de aquel cuerpo deforme. Unas extremidades colapsadas de carne y tendones se agitaban a un ritmo frenético asiéndose al mundo en su intento por sobrevivir. La cenicienta piel se rasgaba a lo largo de la columna mientras la pus germinaba como minúsculos puntos blancos que resbalaban ayudados por el viento.

Sus pútridas manos clavaban sus uñas en el frío cemento que conformaba la cúspide de aquel edificio, astillándolas y descarnándolas en su ansia por liberarse del dolor. El torso terminaba en una maraña de nervios e intestinos entrelazados que estaban fundidos con el suelo de hormigón, tensos hasta casi restallar por la lucha encarnizada que empujaba al resto del cuerpo a huir de alli.

Sus sesos brillaban a la luz de la luna a través de la especie de claraboya que conformaba su craneo. El más mínimo golpe la haría reventar y permitiría que el rocio nocturno empapara con su suave tacto cada milimetro de duramadre.

Sentía el frío nocturno en cada poro, en cada capilar expuesto, en la piel engangrenada que como un muro de contención mantenía a raya las entrañas que pugnaban por salir al exterior. La presión ejercida por su pequeño cerebro inflamado contra su débil cráneo empezaba a ser insoportable. Los dientes se apretaban unos contra otros hasta quebrarse y romper en una orgía de sangre y dolor.

La locura comenzaba a abrirse paso hacía su cordura. Punzadas de risa incontrolable contrastastaban con el llanto más histérico

“La puerta…la puerta…nunca debí cruzar el umbral de la puerta”

La presión interna comenzaba a repudiar sus globos oculares hacia afuera, tiñéndolos de escarlata y apartándo sus párpados para hacerlos huir hacia el suelo. Aun podía ver, y reconocía sus propios intestinos coleteando alli abajo como serpientes decapitadas, desparramando todo su flujo sanguineo.

Una repentina convulsión recorrió todo su cuerpo, seguida de otra y otra más. Un sabor metálico baño su boca y una sustancia cálida comenzó recorrer la comisura de sus labios a la vez que un colgajo purpúreo saltaba de su boca y aterrizaba a sus pies: acababa de cercenarse la lengua.

El horror y el asco se iban abriendo paso entre la locura y la histeria. En apenas un instante desembarcaron en su estómago provocando un estallido de dolor. Un nuevo espasmo convulsionó su cuerpo arqueándolo hacia adelante y provocando que su columna se quebrara con un sonido seco. El vómito brotaba de su boca, de su costado y de la parte inferior de su tronco. Había reventado por dentro y sus propios fluidos bañaban con su esencia cada elemento de su ser. El olor ácido era inconfundible. Los jugos gástricos desparramados por el suelo mezclados con su propia sangre componían un penetrante olor que clavaba en sus sesos su aguijón ácido y acerado.

Un flash le transportó hasta una puerta. La puerta. La última barrera. El último transporte. Máldita puerta.

Se estaba muriendo. Rápida e inexorablemente. Intentó gritar pero sus cuerdas vocales hacía ya varios segundos que habían quedado inertes. Se inclinó hacia adelante buscando el friso de la cornisa mientras sus globos oculares oscilaban adelante y atrás, ofreciendo una intermitente visión de su objetivo. Agarró con ansia uno de los ornamentos de escayola que adornaba aquella azotea y tensó los pocos músculos que quedaban en su putrefacto antebrazo. Consiguió reunir la suficiente fuerza como para desligar los ultimos retazos de intestino de aquel suelo frío y gris y se asomó al borde del abismo. Abajo, muy abajo, se extendía la Avenida de los Imposibles con su interminable procesión de farolas emitiendo aquel halo blanquecino y fluorescente. La avenida estaba desierta. Nadie podría percatarse de su presencia. Nadie sabría nada hasta que la noche retirara su manto y la mañana trajera un nuevo día…aunque no para él.

Terminó de encaramarse como pudo al pequeño escalón que le separaba del vacío y venció su cuerpo hacia adelante.

Su cuerpo comenzo a caer, desbrozándose al contacto con el aire, escupiendo pedazos de carne al infinito y salpicando de sangre el lateral del edificio. Una lluvia escarlata le perseguía. La luna reflejaba su mortecino brillo en todas y cada una de aquellas gotas de rubí, absorbiendo su vida, coagulando su esencia. El cuerpo giraba vertiginosamente. El suelo subía y bajaba, avanzando cada vez más hacia sus ojos. Sus pulmones ya no respiraban, su corazón latía a destiempo y se salía literalmente del pecho queriendo llegar antes que el resto del cuerpo.

El suelo llegó.

La carne explotó contra la acera.

Depués llegó el craneo.

Se astilló en una explosión de cristal.

Los sesos escaparon de su prisión y resbalaron varios metros hacia el asfalto.

El cuerpo quedo inerte y repartido por todo el paseo.

Solo un último pensamiento.

La puerta. La última barrera. El último transporte. Era impredecible. Solo números sobre papel. Solo teorías remendadas en sesos secos y ajados. Él. La puerta. Teletransporte. Muerte.